lunes, 8 de febrero de 2010

MIS AÑOS NOVENTA

Pasó otra década, los 2000. Y se me ocurrió hacer una recapitulación de la década anteúltima: los igualmente amados y odiados noventa.
Viví todos esos años en un barrio emblématico del Gran Buenos Aires. Tan emblemático, que hasta inspiró una obra de teatro que narra el drama de familias de origen trabajador marcadas por las recurrentes crisis económicas, el nacionalismo demagógico y el exilio político.
Los economistas y sociólogos dicen que las reformas neoliberales provocaron la fractura de una sociedad tradicionalmente igualitaria o “clasemediera”, aunque siempre tendré la duda de cuánto verdadero bienestar había en el país en los 50, 60 o 70. Si tal vez no es un caso de exaltación del pasado en el inconciente colectivo, producto de la continua inestabilidad de nuestros presentes.
Algunos le dicen a la década del 90 los años de la pizza con champán, En mi casa, era “Pepsi y papitas fritas Pringles“, que comprábamos con mis hermanas en un hipermercado Jumbo del conurbano, con locales de ropa imposiblemente grandes para un suburbio tan alejado de los centros de consumo. Me crié en una de las familias “ganadoras” del proceso, los que nos fuimos para arriba. Intercambiamos vacaciones en San Bernardo, con Miami, San Martín de los Andes con Disneyworld. Fui a una escuela privada. Me corrijo, un “colegio” privado que quería imitar a esas instituciones bilingues de inspiración británica del corredor “bien” de la zona Sur, que va desde Banfield hasta Adrogué. Así, atrayendo a familias con iguales aspiraciones, que querían que sus hijos fueran como esos chicos que hablaban inglés, jugaban al rugby o al hockey y se veían lindos y exitosos, en lo posible rubiecitos. A lo largo de la década mis compañeros pasaron de pseudo rugbiers a cuasi-rolingas, copiando el estilo de los rockeritos que reflejaban la decadencia del modelo “Argentina Primer Mundo”. Mientras tanto, sus padres habían cambiado sus Renault o Peugeot por llamativas 4x4.
De 1990 a 1999 vi a mi papá pasar de un teléfono gigante, gris y aparatoso, a un moderno y práctico “sin manos” para el auto. Así como cambiar a mi mamá, por una novia más joven y energética, aunque con personalidad igualmente independiente, seguramente para él insoportable. Mi vieja mientras tanto, le costó pasar de ser una señora vivaz, acomodada y multifacética a una bajoneada “divorciada”: estigma para cualquier mujer llegando a los cuarenta.
Aprendí a hacer zapping y a jugar al Nintendo, por lo que descubrí que tenía una excelente excusa para seguir retraído y encerrado en mi casa durante mi tímida pre-adolescencia. Mucho más, cuando pusimos cable y además del Sim City y el Super Mario, tenía por lo menos 65 nuevas razones para no salir ni a comprar al kiosko. Cuando se me vino la etapa sociable no me perdía un sábado en La Casona, lugar de nacimiento de muchas vedetongas contemporáneas de cabellos platinados.
Tengo familiares que nunca pudieron consiguir un trabajo decente en esos años. Es el año 2010 y todavía lo siguen buscando. Sus hijos ahora están yendo a la universidad pública y gratuita , seguramente con un esfuerzo que no voy a llegar a entender. Por suerte Menem no alcanzó a privatizarlo todo. No pudo vender el futuro de todos los chicos de papás crónicamente desempleados o mal pagados, que se animan a desafiar las estadísticas para buscar una vida mejor.

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