domingo, 22 de junio de 2014

Un suspiro limeño

Llegué al aeropuerto de Lima acompañado de una amiga. De repente me acordé de todas las anécdotas de Teodosia, la señora que cuidaba a mi abuela durante mis primera adolescencia. Mientras cocinaba sus papas rellenas, lomos salteados o salchipapas me contaba sobre la belleza de barrios como San Isidro y Miraflores, lo peligroso que eran los pueblos jóvenes, lo poco seguido que se veía el sol.

El aeropuerto se veía modernísimo, pero sus colores pasteles y los "free-shop" que vendían muñequitos de cholitos y cholitas con sus sombreros chullos le daban una clara impronta andina. Varios amigos que habíamos conocido trabajando en Estados Unidos nos recibieron con una inmensa sonrisa en sus rostros. Estaban felices de vernos llegar. Nosotros estábamos más felices de volverlos a ver y de visitar su país.

Por unos temas laborales, mi estadía planeada de una semana se convirtió solamente en unos insuficientes dos días. Mi primer plan fue conocer el centro histórico, con sus iglesias y palacios que tantas veces tuve que repasar para el final de arte hispanoamericano. Grande fue mi sorpresa al ver todos los edificios coloniales y barrocos en perfecto estado de mantenimiento y a la plaza mayor impecable, como un fiel reflejo de ese viejo Virreinato extremadamente rico e influyente. Pasé por callecitas repletas de comercios y de restaurantes chinos, hasta tomar el colectivo que me llevó de vuelta al próspero Miraflores, donde me estaba alojando.

"La playa de Lima es peligrosísima, siempre sacan a varios ahogados por día" exageraba Zoraida, la hija de Teodosia cuando me contaba hace años sobre su Lima natal. Lo tenía que ver con mis propios ojos, y allí fui cruzando puentes y bajando escaleras hasta la base de los empinados acantilados del litoral marítimo. La playa era un colchón infinito de cantos rodados de color gris, en el mar limpio y azul se veían surfers diseminados entre la bruma, y a lo lejos un muelle metido varios metros en el mar alojaba al restaurant más conocido de la capital. Al sol todavía no le interesaba mostrarse.

Faltaban solo unas horas para tomar el vuelo de vuelta a Buenos Aires y nuestros amigos nos convencieron de conocer Barranco, el barrio más bohemio y pintoresco situado a unos kilómetros más al sur. Entre casonas antiguas y cafés tradicionales sacamos mis últimas fotos de un atardecer en el Pacífico. Por suerte, aunque duró lo que un suspiro pude estar allí. Por suerte, en ese atardecer el sol se dejó ver.

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