lunes, 26 de enero de 2009

2 semanas en el freezer




La única comparación que se me ocurre para explicar de alguna forma más o menos precisa, sería vivir dos semanas en la cima del cerro Chapelco durante la primera quincena de julio. La nieve que cayó un fin de semana no se derritió hasta el domingo siguiente y rara vez subió la temperatura por encima de 0 grados Celsius.
Igualmente, siendo un “stranger in a strange city”, el clima no se interpuso ante ninguna de mis actividades planeadas. El curso, si bien me sentí un poco apabullado por la gran cantidad de cosas que incluye, marcha vienta en popa, y mejoro cada día un poco más. Es más, siento que puedo tranquilamente enseñar inglés en algún lugar lejano (preferentemente cerca del Mar Mediterráneo). Mis cenas en general son bastante escuetas, y reconozco que no estoy dedicando mucho tiempo a cocinar. Para que cocinar cuando hay tantos localcitos para comprar “latitas de cualquier cosa”. Mi rutina consiste básicamente en ir a clase, hacer la tarea, y de vez en cuando ir al cine o juntarme en algún barcito con gente conocida. Hasta yo me sorprendo al ver como creció exponencialmente mi agenda telefónica. En inglés soy mucho más open-minded y sociable, creo.

El fin de pasado fui a una fiesta que organizó mi amigo, el francés. Invito a gente de todo el mundo a su nuevo departamento del Spanish Harlem. Literalmente de todo el mundo: Japón, México, España, Rusia, Alemania, Turquía, Ucrania, Taiwán, Queens y Brooklyn (que si bien son dos barrios neoyorquinos, son como una asamblea permanente de las Naciones Unidas). La música era divertida y la gente bailaba como loca. Lo único malo de la noche: parece que en ciertas culturas el uso de desodorante no es tan común (extiendo el comentario para los bailes de cierta comunidad religiosa de Argentina!). Agreguen a eso el hecho que el departamento era solo un poquito mas grande que mi mono-penthouse de Palermo viejo.

Los barrios de Nueva York tienen cada uno su propia personalidad e historia, las cuales les dan su magia única. Sin embargo, lo mejor de esta ciudad es que por cada persona mala onda, mal humorada o prejuiciosa, hay otras diez personas que valoran las diferencias culturales, que sienten curiosidad por lo nuevo y lo desconocido, y que le dan el toque humano a esta ciudad de proporciones inhumanas. Me encanta conocer y rodearme de esa gente inquieta y tolerante, quizás más me gusta creer que yo soy uno de ellos.

Eso sí, cuando se trata de usar desodorante en lugares cerrados, no hay tolerancia que valga.

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